Yo intento seguirle a toda prisa. Su actitud encierra una inocencia que no alcanzo a medir, mezcla de adolescencia tardía y madurez retardada. De repente se levanta, canturrea o emite sonidos que distorsionan el espacio que ocupamos. Pero nadie nos mira.
Le gusta escuchar mis lecciones de la vida y me exprime cada vez que estamos juntos, insaciable. Yo le hablo de política, de lo importante que sería cambiar el pueblo, de cómo vivo mis tristezas. Le hablo de mi trabajo, de las vacaciones, de lo mal que duermo y de lo pronto que despierto y me pongo con mis cosas. Me burlo de lo mal que combina los colores y no hace un drama, porque es solo ropa. Saluda a todo el mundo y me contagia ese afán innato por descubrir cómo se encuentran los demás. Le cuento que es importante no esperar nada cuando uno da, pero no acaba de verlo claro y me sonríe mientras acongojado me cuenta la última vez que alguien no fue lo suficientemente agradecido con la vida.
Nos gusta estar juntos, pero creo que no nos parecemos en nada. Nos cruzamos a veces en tierra de nadie y es entonces cuando respeto sus oraciones, sus lecturas de la biblia, su cantos religiosos, su catequesis y su falta de respuesta cuando le pregunto por qué tiene fe y calla. No cuestiono su dios y su dios tampoco me cuestiona.
En pocas horas me voy, pero no hay problema, porque siempre se viene conmigo.
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