La vida en los pueblos tiene
otro ritmo, se mueve por otros principios y permite desarrollar
estrategias de felicidad más o menos permanentes. Soy de un pueblo
de Extremadura, pequeño y con pequeñas costumbres que cada vez que
voy me regala pequeños momentos extraordinarios. Estuve el martes y
participé de un evento social que cuando lo cuento puede parecer
chistoso e incluso como de otro tiempo, pero que para mi ha sido
entrañable, diferente e intenso. En mi pueblo ya no hay churrería,
entre otras cosas, y desde hace un tiempo hay un churrero ambulante
que va todos los martes se instala en una plaza del pueblo y hace
churros. Los martes todo el pueblo cena churros con chocolate o café
repartiéndose por los bares del pueblo espontáneamente para que no
falten parroquianos. El churrero se convierte así en el facilitador de un gran acontecimiento social. Gracias a ese martes se reúnen
familias, se juntan amigos y amigas, los grupos de vecinos se
organizan y comparten un objetivo común: el mismo espacio, la misma
mesa, las mismas charlas. Se suceden saludos y preguntas entre churro
y churro. Yo estuve este martes con mi hija en el pueblo y compramos
churros y nos sentamos con la familia a cenar y saludé a mis amigas
de siempre, las que no caducan aunque la vida te separe físicamente de ellas y siempre es como si no me fuese nunca de mi pueblo. Martes tras
martes se repite esta pequeña fiesta en la que cabemos todos a
medida que vamos llegando y donde no sobra nadie ni si quiera los que
se han ido...
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