Miguel, Nico, Irene, César, Ángela, Sara, Libertad, Elena, Manolo |
En estos días, en estos segundos o en estos tiempos inexistentes que se arrastran, caminan, corren o vuelan, me he encontrado con la penúltima raza auténtica de filósofos sobre la faz de la tierra. Son mis filósofos, nueve alumnos incandescentes, rebosantes de energía, que me esperan tres días en semana como manda su horario. Son mis filósofos, nueve alumnos abonados, siete días a la semana a esa tertulia filosófica de pasillos, café o wassap, de la que una no puede desprenderse cuando cae en sus redes. Son filósofos y sonríen, porque a diferencia de pesimistas existenciales o románticos, han descubierto que filosofar les aproxima a la realidad y es motivo suficiente para sonreír.
Libretas de colores llenan nuestros apasionados encuentros, cual amantes clandestinos que abrazan su ser y su tiempo en los rincones que les permite encontrarse el amor. Libretas vacías que al ir descubriendo lo que es el vacío, han decidido llenarlas de palabras, a veces vacías también.
Se me eriza la piel al escucharles. Hablan como si yo no estuviera, y a mi que me gusta desaparecer, pues perfecto. El arte del diálogo en el espacio que compartimos se transforma en algo que roza lo divino y acaba siendo solo humano. A estas alturas ya han descubierto que mucho de lo que somos es solo eso, casi nada. Ya van sabiendo que la vida es solo vida, que lo demás son adornos, que cambiamos, que hay que dudar cartesianamente de todo, que no queremos ser perfectos y que cada mañana al levantarnos podemos agradecer la existencia sin lugar a dudas. Y seguimos adelante, cómplices incansables, filósofos, amigos.
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