Las campanas que tocan a muerto tienen una vibración y un murmullo metálico que las hace únicas. Las he escuchado a lo largo de mi vida en aquellos pueblos en los que he tenido el placer de vivir o transitar. Tienen un ritmo pausado que sin darte cuenta te susurran que alguien ha muerto y sólo tienes que salir a la puerta y preguntar para saber quién es el elegido por la parca.
Se inicia entonces un correveidile único y muy organizado por calles y barrios, para llevar a cabo las averiguaciones necesarias: el quién, cómo y dónde, son las preguntas obligadas para el ritual funerario que se inicia en ese momento.
No me gustan los tanatorios, creo que morir en casa es el premio definitivo a cualquier existencia. Vivir en el lugar en el que un día morirás. Morir en un instante y en el lugar donde has vivido siempre. No sé, pero creo que, seguramente, morir sea solo eso, morir. Y vivir sea solo eso, vivir... aunque no alcance del todo a entenderlo.
Cuando repiquen las campanas, creo que sabré si estoy viva o muerta.
Y dicen que esparcirán mis cenizas sobre el mar, mi aliado permanente en mi periplo por la vida. Quizá en la caída sobre el mar, reciba el oxígeno necesario para alimentar mi alma. Mi alma, mi aliento. Cierro los ojos y hay nada.
Es curioso, apenas estoy aprendiendo a vivir y tengo que aprender también a morir inevitablemente.
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