Mi padre me enseñó a andar por los pasillos de un cuartel en Valencia y aunque no forma parte de mis recuerdos, sé que lo hizo. Mi madre me enseñó también a caminar. Mi padre me enseñó a montar en una bicicleta azul BH, por las aceras del barrio de Pontika y sé que mi madre miraba desde la ventana del cuarto piso en el que vivíamos entonces. Mi padre me enseñó a nadar entre las olas de la playa de la Concha, la playa que más me gusta del mundo, porque siempre la recuerdo con olor a bocata de calamares en la parte vieja, arena y sol. Mi madre nunca supo nadar, pero estaba vigilante y aplaudiendo desde la orilla, tomando el sol girando sobre sí misma. Mi padre me enseñó a conducir en su seat 127 blanco, por las calles vacías de Badajoz, cuando todavía los habitantes dormían. Mi madre siempre se arrepintió de no haberse sacado el carnet de conducir y ser más independiente. A mi hermana y a mi nos regalaron esa independencia nada más cumplir los 18 años. Mi padre me acompañaba siempre al médico, al instituto, a cualquier papeleo. Mi madre me enseñó a bordar a mano, a hilvanar, a tejer, a hacer los ojales más espectaculares que conozco. De mi padre aprendí a hacer la tortilla de patatas y las migas. De mi madre el cocido y a cambio yo la enseñé a hacer unas croquetas que nunca le salieron bien.
Mis padres pagaron mis estudios, mi carrera universitaria en Salamanca, muchos de los libros que hoy pueblan mi biblioteca llevan sus nombres, cubrieron de emociones mi vida, me alimentaron y vistieron, compartieron mis éxitos, me consolaron y también me gritaron para reñir todas mis faltas adolescentes y también de madurez. Me acompañaron en mi boda, cuidaron de mi cuando estuve enferma, acunaron a mi hija y me dejaron cuidar de ellos hasta el final. Supongo que me enseñaron a morir, también.
Elisa y Diego, son mis padres y han dejado de existir. Para una filósofa como yo, existir es intención, es un motivo alojado en mi pensamiento, es tener una realidad sensible a la que acercarse. Y cuando tomamos conciencia de que existimos, sabemos que existimos y sabemos que morimos también. Mi padre siempre tuvo un perfil de filósofo excéntrico, en algunos momentos y tras la afirmación que malos somos para cuatro días que vivimos, dejaba que su conciencia hablase en voz alta para mi. Mi madre practicaba una filosofía más esquiva, más doméstica.
Y yo, en menos de tres años, me he quedado huérfana. Me quedo con sus genes: excéntrica y esquiva.
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