Decía Epicuro que el dolor existe y que es fuente de infelicidad. Para el filósofo hedonista, el dolor era su condición permanente, tanto por el dolor físico de su cuerpo como por la turbación de su alma. Me inclino ante el filósofo y su Jardín, lugar de acogida para esclavos, mujeres y prostitutas con derecho natural para filosofar. Admiro su incansable búsqueda de la felicidad, su racionalidad para mantener a raya los placeres materiales y liberar por encima de todo sufrimiento los espirituales.
Siento dolor. Siento dolor en mis huesos y en mi alma. En los últimos meses, solo hay dolor. En los últimos días, sólo sé sentir dolor. Me duelen los subversivos desinformados, me duelen los que han muerto sin motivo -si es que existe algún motivo para morir-, me duelen los que comparten su vida y sus sufrimientos conmigo en un afán de volatilizar su dolor. Me duele no saber y que otros digan que lo saben todo, sin saber. Me duelen los manipuladores de almas, los creyentes engañados con un paraíso celestial, los padres atormentados que no aprendieron nunca el idioma de sus hijos, los hijos adormecidos y acríticos por carencia de referencias. Me duele el sol y la lluvia a destiempo que nos amenaza, los silencios incómodos porque los cómodos siempre son bienvenidos. Me duelen los que me odian, los que me quieren y a los que soy indiferente. Me duele que te hayas muerto sin saber por qué morías, sin pensar que morirías ahora, sin dejar que los demás tuviésemos tiempo de comprender esa muerte, la que Epicuro dice que no duele. Me duele que no me llames, que no me escribas, que yo me olvide de escribirte a ti. Me duele que discutamos por nada y por algunas cosas que se podrían no discutir. Me duele tu adolescencia, la que adolece de todos los encantos y rebeldías necesarias para sobrevivir. Me duele la libertad cuando no existe, cuando los que viven por encima de ella sin comprender, la manosean y la escupen a la cara.
Me duele la vida, la que vivo y la que mato a cada instante cuando no sé vivir.
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