domingo, 30 de agosto de 2020

Un domingo de agosto: hoy


                                                                                                                                                                Último domingo de este mes de agosto y el virus que vino para quedarse sigue desgarrando. Me he levantado creyendo que el final del verano ya está cerca y que tendrán que volver las cosas de siempre. Y no me importa que vuelvan.

Supongo que es necesario recorrer de nuevo cada paso recorrido una y otra vez, aunque nunca sea la misma pisada ni el mismo camino. 

Me he levantado temprano, aunque dios no me ayude, casi siempre lo hago. El  viento fresco que me lava la cara por la mañana reactiva el flujo de mi sangre. Las venas empiezan en ese mismo instante a latir por mi cuerpo y bombean mi corazón y me atrevería a decir que también mi alma.

Y hay algunas cosas: el olor del té y de esa crema de arroz que me acompañan mientras escribo, el ruido de fondo que atraviesa la ventana, algún coche despistado, tengo algunos mensajes en el móvil de amigos eternos y de los que transitan en breves momentos por mi vida y a veces buscan quedarse o marcharse. Suenan pasos silenciosos por la casa, que no son pasos, sino pequeñas carreras al baño para no despertar al sueño intermitente. Mi vecina que habla por teléfono muy temprano, tengo frío en las piernas porque aún no me he vestido y entra el aire a su antojo y me despierta. Hay demasiadas cosas en este salón y reconozco que muchas veces recorro cada objeto con la mirada para recuperar el aliento de lo vivido y saltar hacia adelante. Creo que a veces me caigo en ese salto y retrocedo y caigo hacia atrás. 

La señora mayor tirando migas de pan a los pájaros me despista y me obliga a darme cuenta de su soledad y de la mía. 

Me he comprado unas zapatillas con fresas para estar en casa y me divierte mirar mis pies.

Escribo y respiro. Respiro escribiendo. Feliz domingo de agosto.



viernes, 14 de agosto de 2020

Aprender a morir

     Las campanas que tocan a muerto tienen una vibración y un murmullo metálico que las hace únicas. Las he escuchado a lo largo de mi vida en aquellos pueblos en los que he tenido el placer de vivir o transitar. Tienen un ritmo pausado que sin darte cuenta te susurran que alguien ha muerto y sólo tienes que salir a la puerta y preguntar para saber quién es el elegido por la parca.

    Se inicia entonces un correveidile único y muy organizado por calles y barrios, para llevar a cabo las averiguaciones necesarias: el quién, cómo y dónde, son las preguntas obligadas para el ritual funerario que se inicia en ese momento.

No me gustan los tanatorios, creo que morir en casa es el premio definitivo a cualquier existencia. Vivir en el lugar en el que un día morirás. Morir en un instante y en el lugar donde has vivido siempre. No sé, pero creo que, seguramente, morir sea solo eso, morir. Y vivir sea solo eso, vivir... aunque no alcance del todo a entenderlo.

Cuando repiquen las campanas, creo que sabré si estoy viva o muerta.

Y dicen que esparcirán mis cenizas sobre el mar, mi aliado permanente en mi periplo por la vida. Quizá en la caída sobre el mar, reciba el oxígeno necesario para alimentar mi alma. Mi alma, mi aliento. Cierro los ojos y hay nada.

 Es curioso, apenas estoy aprendiendo a vivir y tengo que aprender también a morir inevitablemente. 



martes, 4 de agosto de 2020

¿Para qué sirve la escuela?

Discrepo de eruditos y charlatanes de la educación y no me estremezco al decirlo.
Tenemos un sistema educativo poco exigente con la calidad del producto que vende y demasiado preocupado por la cantidad de contenidos que es capaz de poner en el mercado.
Tenemos un ejército de docentes que caminan al unísono cuando la administración da la palmada y no se preguntan hacia dónde van. Para quienes en algunas ocasiones la creatividad y la pasión son incompatibles con mejorar su cualificación profesional.
Tenemos estudiantes perezosos que esperan tener éxito como el que espera ser correspondido con un gran premio de la lotería de navidad y resolver así una vida entera. Desconocen la raíz del esfuerzo.
Hoy me he preguntado para qué sirve la escuela y si es necesaria su existencia.
Demasiado teórico de la educación, demasiado innovador y poca investigación real. Y así se acaba siempre haciendo lo mismo, aunque no funcione.
En todo lo que investigo aparecen como en un saco roto la memoria, los conocimientos, la tecnología, la clase magistral... Y ¡hagan sus apuestas!, cuando no sobra nada. Van de la mano la inteligencia y la creatividad, las competencias y los conocimientos. Los gurús innovadores hablan por hablar.
La escuela tiene que servir para todo y para todos, no hay límites a todo el provecho que podemos sacar de ella. No pretendan poner cepos en el único espacio libre de eruditos y charlatanes, que opinan de educación, como si de la verdad absoluta se tratase.
La escuela sirve para aprender, escuchar, escribir, estar, ser, reír, nacer, llorar, imaginar y morir incluso un poco más cada día que nos hacemos conscientes del milagro de su existencia.
Bienaventurados los que no saben de todo e intentan vencer su ignorancia.
Bienvenidos todos y todas a la escuela cada mañana.