domingo, 20 de septiembre de 2020

Criticar versus Pensamiento crítico

¿Pensamiento crítico?. A mi me gusta criticar lo que dicen los políticos en el congreso: menuda panda de corruptos!. No sé de qué hablan, no entiendo de política y no me gusta, pero son unos incompetentes. Me gusta criticar la ropa que lleva mi vecina: parece que siempre vaya de mercadillo, menudo mal gusto, no se mirará en el espejo!...No, yo no entiendo de moda ni de ropa, pero sé que es horrenda. Critico que nos cargamos el medio ambiente y el gobierno no hace nada. Y eso de la capa de ozono y el efecto invernadero. No sé que es pero dicen que se derriten los polos. Critico la religión, manipulan a la gente con chorradas, yo ni sé de que van determinadas religiones, pero siempre han dicho que son manipuladoras. Critico a los de Vox son unos fascistas, ¿no has visto que van con la bandera? Nunca les he escuchado hablar más de cinco minutos, pero me han dicho que son unos racistas. Yo siempre discuto mucho, me gusta opinar de todo y enseguida me pongo a debatir...por supuesto que no me pongo a investigar de nada, pero yo opino aunque no tenga ni idea. Todo el mundo habla por hablar, es divertido. Y defiendo lo que pienso hasta el final, porque casi siempre tengo razón. Pensamiento crítico ¿qué me estás contando? Es más fácil criticar que pensar críticamente. La indignación y las palabras gritadas con enfado y a destiempo, llenas de ignorancia, a veces son aplaudidas por ignorantes también y entonces nos parecen importantes. Sin aprendizaje e investigación no hay pensamiento crítico, hay charlatanería. Y la charlatanería conduce al vacío. Pensar críticamente es difícil, exige un gran esfuerzo y exige asumir el riesgo de que los resultados nos decepcionen. Pero nos permitirá, sin ninguna duda, saber que al final de la montaña está la cima aunque las nubes la estén tapando. Quizá esté el vacio, afirma el ignorante.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Cuidar de los otros

Espectadora activa. La vida en los hospitales transita sin descanso por pasillos que parecen más largos que los metros reales que ocupan. Personas de colores vacían cuñas, extraen sangre, reparten calmantes, goteros, comidas, limpian incansables baños y habitaciones. Colocan, a modo de magos expertos, las sábanas limpias levitando al enfermo que cae de nuevo en su cama renovada. Caminan deprisa y supongo que a veces cansados. Escuchan todo tipo de quejas, peticiones, exigencias e historias. La mayoría sonríe, porque no hay nada más reconfortante que hacer, ni más inútil. Observo y todo es efímero. Van pasando los días en un tiempo que se hace rápido y pausado. Amanece, llueve, pasan las nubes por delante y por detrás, cae la larga y agotadora noche que parece no querer dejar volver al amanecer. Todo el mundo habla de cualquier cosa. Pocos guardamos el silencio que corresponde a un lugar de culto al recogimiento y al dolor. Sonoras puertas y paredes, visitas de paso que dejan un rastro de chismes y conclusiones. Teléfonos que pitan, que vibran, que gritan agotadoramente y que nos despiertan con violencia del letargo hospitalario. Cuidan de los otros, sin más. Llevan sus nombres escritos, pero no se presentan, ni se nombran. Pasan sin llamar, hacen su tarea y salen. Cambian los turnos, pero parecen todos iguales. Cuando entran por la puerta ya saben como se llama cada enfermo. Comprendiendo que son anónimos he entendido lo que hacen: cuidar de otros. Porque alguien tiene que hacerlo. Al fondo del pasillo, para más inri, además habita el Covid.