viernes, 10 de septiembre de 2021

Tres meses de ausencias

Cada tarde me he sentado frente a la tumba de mi madre y hemos hecho corrillo, ella, mi soledad y mi tristeza. Leo su nombre una y otra vez, quizá buscando que no sea ella la que está dentro. No quiero que la palabra madre desaparezca y por eso voy y la llamo bajito cuando estoy cerca.

He descubierto que en los cementerios, irónicamente, hay demasiado ruido. Las almas inmortales, aquellas que tanto ensalzaran filósofos como Pitágoras, Platón o Aristóteles, merodean incansables contando sus historias a todo aquel que pasa cerca y se para a escucharlas. Cada lápida guarda secretos que nunca se dijeron en voz alta. Cada lápida está revestida de palabras que desnudan al muerto ante cualquier desconocido, en la de mi madre hemos dejado al descubierto que era una mujer hermosa y valiente, por si había dudas. Cada lápida encierra una muerte fugaz, prolongada, terrible o envidiable, pero siempre dolorosa. Todos los muertos han sido llorados convenientemente por alguien y siempre hay alguien que, al menos en sus esquelas, no les olvida.

El cementerio me habla de mi madre. Me habla de sus cosas, de sus amigos, primos, abuelos, tíos, padres y hermano allí enterrados. El cementerio me habla de llantos contenidos, de los de tragar saliva y suspirar y de llantos imparables, de los de congoja entrecortada, presión en el pecho y mocos torrenciales.

Hoy a tres meses ya de su ausencia ha vuelto a despertar y a morir conmigo, otra vez. Creo que voy llorando menos y aceptando más, aunque no estoy segura, madre mía.

Y como soy incansable, sigo yendo al cementerio, buscando que quizá un día ella esté fuera esperándome y tomarnos un café con un trozo de tarta compartido.

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