sábado, 24 de febrero de 2018

El placer de estar.

Tengo el ordenador sobre mis piernas, el poco sol que queda a esta hora me está calentando.  El cristal de la ventana acumula los restos de polvo, lluvia y pelusas. a las que con un trapo no puedo acceder porque tendría que desmontar la ventana. De fondo la televisión con un ruido infernal, probablemente alguna película de guerra que estará viendo mi marido. La estela de un avión en el cielo que mágicamente atraviesa las nubes, mientras ondea una pequeña bandera de España en el balcón de enfrente (un resto de solidaridad o patriotismo). Hay un pájaro en una jaula que no canta y al menos siete nidos de golondrinas que no paran de sonar. Pasan pocos coches, la calle es solitaria. Veo a poca gente, ahora suena una conversación inapreciable desde la tercera planta en la que vivo. Vibra el móvil, aprieto las teclas del ordenador y presto atención para pulsar con la presión adecuada y no saltarme ninguna letra y no dejar de construir ninguna palabra. Una chica despeinada espera en el portal a que su perro haga pis, después cierra. No veo ni oigo nada más, el resto si lo deseo puedo imaginarlo, pero no será real. Puedo suponer que tras las ventanas y balcones que tengo a mi vista hay más personas viendo sus teles infernales o románticas, jugando a las cartas, leyendo e incluso imaginando qué estaré escribiendo en mi portátil, suponiendo que alguien también esté mirando hacia mi ventana. Puedo dejar de pensar y solo estar, para no permitir que dirijan siempre mi tiempo esos pensamientos inagotables, que Descartes afirmó que eran la causa de la existencia. Puedo solo existir, atenta, consciente, observadora, sin juicios. Solo estar, en este instante, conmigo, comprendiendo que solo hay esto. 

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